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“El populismo es una fórmula”, espetó una legisladora frente a una docena de empresarios en un encuentro reciente. Coincido plenamente. Y no solo eso: es un mecanismo para perpetuarse en el poder. Quienes padecieron el proceso de degradación institucional y la incrustación de autoritarismos populistas en la Argentina o en Venezuela comparten el blueprint con claridad pasmosa. “Lo primero que van a hacer es vender las aeronaves”, “le van a cambiar el nombre a todo, militarizar al país y se dará un esfuerzo sin precedentes para desprestigiar a las élites, intelectuales, académicos y periodistas que osen criticar al régimen.”

“El mérito será suplantado por la adulación abyecta y la zalamería hacia la figura presidencial”.

La burocracia obradorista tiene ejércitos de esquiroles (clercs: Appelbaum dixit) digitales que censuran, apaciguan las críticas y protegen la imagen y acciones del primer mandatario al que cariñosamente le han colgado el mote de Amado Líder. 

Gran parte de su tiempo lo dedican a defender las acciones criminales del régimen y a autorizar o censurar lecturas o actividades. La radicalización y defensa ciega les compran bonos con la nomenclatura morenista y les aseguran la posibilidad de seguir pegadas a la ubre oficialista con la promesa de un espacio en subsecuentes iteraciones del obradorato populista. El mérito pasa a un segundo plano mientras –con ingenio- se desarticulen las críticas.

En Twilight of Democracy, Applebaum aborda cómo las kakistocracias –es decir, el gobierno de los mediocres- son una condición sine qua non para que los populismos autocráticos echen raíz. El autoritarismo atrae, de acuerdo a Applebaum, a las personas que no pueden tolerar la complejidad: instintivamente no es una pulsión de “izquierda” o de “derecha”. Es simplemente antipluralista. Es irrelevante si los apologetas del régimen derivan su política del marxismo o del nacionalismo. Es un estado de ánimo, no un conjunto de ideas. 

El estado bolchevique de partido único, sigue Applebaum, no era simplemente antidemocrático; también era anticompetitivo y antimeritocrático. Las plazas en las universidades, los trabajos en la administración pública y los puestos en el gobierno y la industria no fueron para los más industriosos o los más capaces: fueron para los más leales.

Al explicar la fórmula que utilizan los demagogos para prosperar, Appleabaum recurre a Arendt, a quien le llamaba poderosamente la atención la atracción de resentidos o fracasados por los regímenes autoritarios y unipartidistas “que invariablemente reemplazan a todos los talentos de primer nivel, independientemente de sus simpatías, con esos chiflados y tontos cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad”. 

Contacto.- @Achegaray1 (Twitter)

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